En un nefasto día de febrero hace 78 años, cientos de miles de malagueños se echaron a la carretera de Málaga camino a Almería. Detrás de ellos, las tropas invasoras de Franco ya cantaban su victoria. Por delante, la única vía de salida que todavía quedaba libre: la larga y peligrosa carretera que serpenteaba entre el mar y la montaña. Y desde todos lados, las fuerzas marinas y aéreas del generalísimo atosigaban a estos indefensos civiles, matando a miles de mujeres, niños y familias enteras con sus fusiles, sus rifles y sus bombas.
Pero hoy ya nadie se acuerda de la Matanza de la Carretera de Almería.
La mayoría de estos refugiados, más de 150.000 personas, eran tan sólo mujeres, niños y familias, que nada tenían que ver con la guerra. Como ocurre en todas las guerras, son los políticos y los militares quienes dan la orden de atacar mientras que los civiles inocentes – mujeres, niños y hombres honrados y trabajadores que faenan en cualquier oficio para poder sacar adelante a sus familias – son los que tienen que pagar el alto precio de la guerra.
Todo el mundo conocía el barbarismo y salvajismo de las tropas de Franco. En todos los lugares tomados por los franquistas hubo saqueos, violaciones, asesinatos, torturas, ejecuciones…… Por lo que no era de sorprender que todo el mundo huyera despavoridos delante de estas tropas.
En aquel febrero de 1937, la única salida de Málaga que todavía quedaba libre era la carretera de Almería. Era un camino largo y peligroso, de unos 219 km., donde había poco sitio donde esconderse o refugiarse de las bombas que aquel día caían como lluvia desde el cielo y el mar.
Era un domingo cualquiera en medio de la Guerra Civil. Miles de malagueños se despertaron con la vista de las tropas de Franco rodeando la ciudad. Todos cogieron sus cosas y huyeron como mejor podían: los que tuvieron los medios, subidos en coches, camiones o burros y el resto, a pie.
Ana María Jiménez, una niña de 16 años, se despertó aquella mañana de domingo como todos los días, en su casa en el céntrico barrio malagueño de Capuchinos. Abrió la ventana y vislumbró las tropas de Franco en lo alto de las montañas que rodean la ciudad con sus cañones, sus banderas y sus fusiles.
Agarró todas las cosas que pudo y junto con su familia, se subió a un camión que se estaba marchando de la ciudad. En Rincón de la Victoria, un pueblo en las afueras de Málaga, se quedaron sin gasolina y tuvieron que hacer el resto del camino a pie.
José Martos contaba con tan sólo 6 años en febrero de 1937 y no entendía gran cosa de la guerra. Pero lo que sí tuvo claro, cuenta, era que «ya era consciente de que huíamos de los fascistas».
La odisea duró una terrible semana interminable y eterna. Por el camino, los buques navales se acercaban a la costa, aprovechando la gran profundidad de las aguas, y acosaban a la población indefensa con bombas y balas, llevándose por delante a más de 5.000 personas inocentes. La aviación italiana y alemana – fascistas que apoyaban a Franco – prestaban su valiosa ayuda tirando bombas desde sus aviones y sembrando aún más muerte y sufrimiento desde los cielos.
No tuvieron ninguna razón por hacerlo, fue sólo obra de la crueldad, el sadismo, la perversión y las ganas de sangre que padecían por naturaleza los milicianos que dieron estas órdenes y los que las ejecutaban.
Los refugiados huyendo por la carretera con sus bultos, sus bebés en brazos y tirando a los más pequeños de la mano no eran los enemigos de Franco. Eran tan sólo familias que estaban tratando de salir adelante como podían en los duros tiempos de guerra. Eran carpinteros, granjeros, cocineros, maestros. Eran madres con bebés e hijos pequeños, que cuidaban de sus familias, cocinaban y faenaban en sus casas.
Una madre se detiene para amamantar a su bebé, rodeada de muertos, en la larga carretera de Málaga a Almería
El general que dio la orden de atacar a mujeres y niños, haciendo gala de su gran cobardía, un tal Gonzalo Queipo de Llano, lo explica así: «Grandes masas huían a todo correr hacia Motril. Para acompañarles en su huida y hacerles correr más aprisa, enviamos a nuestra aviación que los bombardeó.»
Los que sobrevivieron lo consiguieron escondiéndose en agujeros, agachándose al ras del suelo o refugiándose detrás de las piedras.
Por el camino, Ana María Jiménez, José Martos y los demás niños se encontraron con familias que habían perdido a seres queridos. Padres enterrando a hijos muertos en agujeros. Familias enteras que yacían muertos juntos en el suelo.
El desamparado grupo de supervivientes encontró alivio por fin a mitad del camino: en Motril llegaron las Brigadas Internacionales, poniendo fin a los ataques de los navíos y aviones. Estaban, sin embargo, tan exhaustos que apenas se mantenían ya de pie.
De repente surgió la salvación como si fuera por arte de magia, o una aparición de la nada. Era el médico canadiense Norman Bethune que llegaba con un destacamento de camiones para transportar a las víctimas hasta Almería.
Norman Bethune era un médico canadiense que se había prestado a trabajar como médico y cirujano en las líneas republicanas durante la Guerra Civil. Se encontraba en Valencia cuando le llegaron las noticias acerca del éxodo forzado de Málaga y se apresuró a presentarse en el lugar de los hechos tan rápidamente como podía.
Norman Bethune con su ambulancia
Una y otra vez, los camiones de Norman Bethune volvían para llevarse a los grupos de refugiados hasta Almería. No descansaban hasta que hubieron transportado a todos a dicha ciudad. El mismísimo Norman Bethune traía una ambulancia, donde atendía a enfermos y heridos.
En Almería no se acabó la odisea para gran parte de las miles de familias que aterrizaban ahí. La mayoría se metieron en trenes y barcos rumbo a Barcelona. Algunos se quedarían en Barcelona durante el resto de la guerra mientras que otros decidieron exiliarse en el extranjero y no volver hasta que por fin se finalizó la guerra.
Fotos: Norman Bethune
Para más información:
El camino de los olvidados (Diario Sur)
La matanza de la carretera de Almería (El País)
La matanza de la carretera de Almería (Málaga en Blanco y Negro)
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